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EL SELFIE DE HONOR

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La alfombra era rosa y no roja, como manda la grandilocuente tradición de este tipo de eventos, pero sobre la rosa desfiló todo el elenco que se preveía. Las galas por definición debían ser las mejores, pero no serlo a veces es más noticia que seguir los cánones y así llegó Massiel, “no sabía qué ponerse y se puso todo”, como decía Jot Down a través de su Twitter.

Desde muy temprano, los protagonistas de la Gala de los Premios Goya 2015 desfilaron bien peinados, maquillados y sonrientes hacia un acto que siempre es único, a veces más reivindicativo, a veces menos llevadero, pero siempre digno de reseñar al día siguiente en cualquier comentario de oficina o autobús. Este año la cita la colocaron en sábado, mejor para los fieles a los que el tiempo de descuento nos hubiese pasado factura al lunes siguiente de haberse celebrado en domingo. Porque se jugó prórroga y penaltis hasta que llegó el nombre de la película ganadora: La isla mínima.

Dani Rovira fue el encargado de conducir esta gala a la que acudió el ministro José Ignacio Wert con la sonrisa rectangular de whatsapp como impronta, pasara lo que pasara. El malagueño lo hizo tan impecable que si Eva Hache repitió dos años, Rovira debería estar abonado ya para una década aludiendo a la miel de la Alcarria, vestido de smoking y repartiendo premios. Le tocó hasta a él, en un premio que algunos lo veíamos cantado y con el que se le iluminaron los ojos más que a su novia, que le plantó un beso mundialista de esos que despiertan la sonrisa hasta al más duro.

No hubo ausencias notables como años anteriores, incluso en la filas socialistas presumían de que era la primera vez que el jefe de la oposición y su esposa asistían a la gala. Y él, Pedro Sánchez, entre premio y premio se dedicó a twittear las cifras en las que colocaría el IVA cultural en el caso de verse en La Moncloa. Sin perder oportunidad, oye.

Estuvo Almodóvar, propiciando el zurriagazo más duro al ministro; ‘Pe’, con una voz temblorosa sobre el escenario que lo humanizó frente a sus destructores; y Antonio Banderas, por supuesto, el Goya de Honor más joven de la historia de los galardones. El malagueño fue protagonista desde la alfombra rosa, donde simpatiquísimo no dudo en hacerse mil y una fotos y mil y un selfie con sus seguidores y con los periodistas que le esperaban en el photocall. Parecía un chavalín que lleva años estudiando fuera de casa y vuelve a su pueblo natal, en plenas fiestas populares de agosto y después de haber pasado por una ruptura que en ese momento ya sabía a desahogo.

Y algo así sentía Banderas al recoger el Goya de Honor, como anunció en su discurso, elaborado y, como decían por redes sociales, más digno de un Premio Cervantes por sus alusiones a la cultura española. Contaba que desde Hollywood, desde los platós de Los Ángeles, siempre tenía puesta la mente en España, en el público español y en su Costa del Sol. Y nadie lo puso en duda esta vez.

Recuerdo que hace unos años la presencia de nuestros artistas más internacionales en esta gala llegaba cargada de críticas, de comentarios que oscilaban entre los “con qué aires vienen”, para los que venían, y “esto se les queda pequeño”, para los ausentes. Porque España es así: el amor por la patria siempre ha estado supeditado a condiciones subjetivas que al parecer, cambiaban para estos cómicos cuando saltaban el charco al despegar como profesionales.

Ahora el discurso es otro. Ahora que tantos jóvenes sobreviven fuera y Campofrío nos lo recuerda cada Navidad, hay que vender que los que salen vuelven, se les premia, y a todos nos encantan que se acuerden de España. Y resistiremos, claro.

 
 
 

 Angeles Caballero (@macaballeroma)


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